No eras vos

La tarde estaba presente, en esa hora que algunos gustan llamar "la tardecita". La tardecita esta tenía un cielo azul, ni claro ni oscuro, un cielo azul perfecto. Ese que uno gusta mirar tumbado de espaldas en el césped. Tenía, además, un sol cálido, arropado en el horizonte del ocaso, ese sol que uno gusta disfrutar sentado en un banco de una plaza cualquiera, el que despierta a la piel acariciándola suavemente. No había mucho ruido en la calle, parecía como si los autos y las motos hubieran firmado un pacto de no agresión con nosotros, los lentos transeúntes. La tardecita estaba para vivirla, para olerla, para mirarla, para sentirla. Caminando había pasado por una cuadra que tenía dos bares con las puertas abiertas, no uno, sino dos. Eran de esos típicos bares de madera vieja, de sillas marcadas y mesas enclenques.  Estaban ahí, haciendo café, moliendo granos, impregnando el aire fresco de mi tardecita con ese aroma a café recién hecho. El que me evoca la mañana, la tarde, la noche. El olor a café tiene para mi una inexplicable conexión con la felicidad, con el suspiro, con la añoranza, con la ausencia, con la nostalgia. Con la amistad. Así que al pasar y como quien no quiere la cosa, respiré todo lo que pude, profundo, me llené de granos de café nostalgiosos, amigos, dulces y amargos.
Seguí caminando, con paso tranquilo, casi saltarín. Contenta, distraída. Me gustaban estas tardecitas gratis de otoño.
Crucé la avenida que tenía poco tráfico en ese momento. Pensé por un instante que estaban todos detenidos en los bares, esnifando café. Sonreí.
Como suele pasarme algunas veces, me gobernaba la inquietante sensación de caminar hacia alguna parte, sin haberla elegido antes. Tengo la firme convicción que caminar sin rumbo pero con sentido te ubica en ciertos lugares que están predestinados a ser descubiertos de casualidad, te permite presenciar minúsculos actos anónimos que sólo cobran sentido si alguien los ve. Alguien anónimo, que se olvidará de ellos en los siguientes cinco minutos. Así que así andaba, caminando para descubrir y para darle vida y sentido a mi propia existencia.
Y así iba, sin gobierno ninguno, llena de sol tibio, café en el recuerdo y una sensación de liviandad consciente que me llenaba el alma.
Crucé otra avenida y después otra calle y fui testigo de un beso maternal, de una charla acalorada, de una mano en un hombro, de un perro y una paloma jugando, de un banco vacío pero lleno de gente. Y cuando ya tenía suficiente de esa realidad ajena pensé en sentarme a descansar. En observar la entrada de la noche sentada. Nada poético. Estaba cansada.
Divisé un banco alejado del corazón del parque donde estaba y ahí fui. Gobernando mi destino. En el camino había un puesto de artesanías que vendía anillos hermosos y una señora preguntaba los materiales utilizados. Y justo cuando el artesano le explicaba las distintas piedras pasaba yo.
Y ahí todo se detuvo. Se esfumó la tarde y el sol. El banco se tornó borroso. La paloma se escapó volando. Se desvaneció el café y se activaron otros aromas que evocaban dolor en mi interior.
Era tu voz. Eras vos atrapado en otro cuerpo, de otra persona, en otro lugar. Tan fuerte fue el impacto de tu voz en mi que por un instante me dio vergüenza mi propia vulnerabilidad.
Tanto de vos todavía había en mi que me derrumbé por dentro, me ahogué, sucumbí en un mar agresivo, sediento de náufragos.
Me atacó mi propia memoria, me puso en las manos y en los labios tu cuerpo, me enfrentó a tus ojos y me susurró tu voz al oído. Qué frágil era la balsa que me había alejado de tu costa. No estaba a salvo. Nunca lo había estado. Y fui consciente en ese instante. Enfrente de ese puesto de artesanos, cuando nada podría haberme adelantado la tragedia.
Me detuve un instante, para cerciorarme que todo era una jugada del destino. Que me puso a prueba y después me reprobó. Miré a ese hombre queriendo que fueras vos y odiándolo al mismo tiempo. Jamás le perdonaría que haya sido el detonante que me empujó hacia mi propio abismo.
Con el dolor como salvavidas, me recompuse como pude y volví mi atención al banco vacío y para allá fui.
Me senté, vacía, con el estómago en un puño. Respiré profundo un par de veces, aunque nada me calmaba.
Y entonces lloré. Tuve que llorar. Me lo debía. No te había llorado aún. Te odiaba tanto que no te había llorado. Desoí todas las alarmas. Las noches en vela. Negué la silla vacía, la cama fría. Desterré tu presencia sin pedirte permiso. Pero te quería tanto. Tanto te había querido.
Lloraba hundida en mi. Esa voz que no eras vos. Esas ganas de tenerte. Ese irrefrenable sentimiento de gritarte, de gritar, de correr a buscarte. Me apreté los brazos con mis manos para mantener la cordura.
¿Tanto te extrañaba? ¿era eso posible? 
La soledad macaca me tenía atrapada en su mundo de falsas alegrías. Te extrañaba, mucho. Tenía pendientes tantos versos para vos, tantas miradas, tanto amor. 
Oscureció la tarde, se tornó en nochecita. Me levanté del banco y todo a mi alrededor era distinto. Un ruido molesto invadía el aire, los autos circulaban veloces por la ciudad. Volví sobre mis pasos y busqué un bar, necesitaba un café.
Elegí uno al azar. Típico bar, con olor a café, mesas de madera enclenques y sillas gastadas. Dos mesas estaban ocupadas. Una señora y su amiga reían alegres de cualquier payasada. Un señor solitario leía un libro y apretaba, mientras tanto, un pañuelo con las manos.
Me acerqué a la barra, nadie me miró. Era un fantasma triste en una ciudad vacía. Le pedí al camarero un café con leche, me dijo que me lo acercaba a la mesa. Me giré para buscar un sitio alejado de las ventanas y entonces lo vi.
El  hombre que leía había dejado de hacerlo. El libro abierto dormía en la mesa. Las manos, en cambio, apretaban al pañuelo sin tregua. Sus ojos empapados en lágrimas buscaron los míos. Avergonzada sin saber por qué bajé la vista y me dirigí a la mesa.
Al pasar a su lado, él se puso de pie. Me detuve. Él quería que así fuera. 
Me tocó el brazo suavemente y me dijo: "Su voz..... su voz.... " y yo lo entendí. Fui la única de todo el bar que entendió. De toda la ciudad, de todo el planeta.
Y me alejé, culpable de haber despertado otro recuerdo dormido. De esos que hacen daño al peor postor. 

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