Cartas
“Si dejo de creer en tus brazos voy a caer”,
le dijo. Pero él no le entendió.
“Si dejas de contarme verdades, moriré”, le
volvió a decir. Pero esta vez él no la escuchó.
“Si te vas, me atas para siempre al destino
errante de mi vida”, le suplicó. Pero él ya no estaba cerca.
En las tibias tardes, de los grises días, se
quedaba así, sentada, mirando pasar la gente, pero sin verla y susurrando algo en un
murmullo triste y desentonado. Sus manos flacas y huesudas agitaban el aire, buscando algo donde
sujetarse.
A veces, dejaba de perseguir la brisa y metía
sus manos flacas como ramas dentro de su bolso verde. Con un ruido suave de hojas arrugadas, buscaba entre los pliegues del viejo bolso. Y a veces, casi con
la cabeza dentro, sacaba un manojo de papeles amarillentos, con diminutas frases
escritas en ambas caras. La tinta iba desapareciendo con el correr de los años y
entonces ella se aferraba con un abrazo apasionado a las pequeñas letras que le
habían retratado.
Con cada abrazo le parecía que volvía a
sentir, que volvía a vivir, que era ella la que sonreía. Volvía a tener alas de
mariposa y pies ligeros en la hierba.
Entonces la realidad la despertaba, un golpe de una
pelota de un niño distraído, una ráfaga fría despeinando sus canas, unas risas
quedas burlándose. Y volvía a suceder, cada tarde, de cada día, de
cada noche. En el mismo banco del mismo parque, susurraba; “voy a caer….
Moriré… me atas para siempre…”, y buscaba en el viento las amarras de su vida.
Solían llenársele los ojos de lágrimas, antes,
cuando sus manos eran más jóvenes y cuando las risas burlonas todavía la herían. Y lloraba y su balsa naufragaba, mar adentro.
Los brazos como remos no pudieron salvarla,
las palabras como puentes no lograron retenerla. Sus piernas fuertes no la
llevaron a ninguna parte. Y siguió llorando, hasta que sus ojos cansados
dejaron de ver. Y siguió llorando aún cuando la noche, sin pedirle permiso, le besaba los labios fríos. Y lloró más,
cuando su vientre sintió el vacío irrecuperable de la soledad.
“quiero creer…. En tu verdad…. En tu
presencia…”, murmuraba a las nubes que lejanas y altivas no podían escucharla.
Y abrazada a su bolso verde, con sus ojos
secos ya, se quedaba por las noches con la espalda doblada por el peso del
dolor a los pies del roble que crecía en las profundidades del parque. Y nunca
nadie paró para salvarla.
No hubo rescates, ni abrazos, ni alegrías. Su
triste alma, más triste que sus ojos partió un día. Cayó a los pies del árbol, único testigo, el bolso verde y los versos pálidos y tristes.
Y bailaron sus versos al ritmo de la última
ráfaga. Confundidos con las hojas marrones de otoño cantaron su triste
canción. Y en cada página que volaba suave, con letras diminutas y caligrafía
cansada, se repetían de vez en cuando
los mismos versos:
“Hijo, si dejo de creer en tus brazos voy a caer”.
“Hijo, si dejas de contarme verdades, moriré”
“Hijo, si te vas, me atas para siempre al
destino errante de mi vida”.
“Hijo, te quiero”.
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