Húesped

No la quería. No la había querido nunca. Pero sin embargo existía entre ellos esa conexión más allá de la voluntad que hacía que siempre estuvieran unidos.
Desde pequeño había compartido sus espacios con ella. Había tenido que permitirle que de vez en cuando jugara con sus juguetes. Él era bueno, un buen hijo, como decía su madre. Incapaz de matar una mosca. Así que así se comportaba. Le prestaba sus juguetes, le cedía ese espacio donde ella se hacía fuerte y le ganaba. Al principio fueron los juguetes. El problema no era prestarle, de vez en cuando, sus preciados soldados. El conflicto aparecía porque ella los usaba de una manera diferente, poco decorosa. Transformaba los autos en carrozas y los soldados guerreros y fornidos, desfilaban de vez en cuando montados en bravíos corceles que pasaban a ser unicornios. Ella abusaba de su paciencia.
Pero él no sabía como hacer para no herirla. Quería decirle que no le apetecía jugar con ella, que se fuera. Que no lo invadiera. Pero no encontraba las palabras, ni el momento, ni siquiera la complicidad de sus padres.
Así que, de manera inexorable, y contra su voluntad, tuvo que aprender a convivir con ella.
Una vez lo obligó a vestirse con unos zapatos robados a su madre. Lo ridiculizó en la soledad de su habitación. No olvidaría nunca esos tacones rojos, relucientes. Inestables. Lo hizo caminar por la alfombra de su habitación, enredado entre los bucles marrones de lana y casi se tropieza y se lastima. Esa vez escondió los zapatos de su madre en el fondo de su placard. No quería que volviera a pasar lo mismo. Pero ella no se reía de él. Lo animaba. Intentaba acercarse, hablarle, contarle cosas, pero él no la quería.
Con el tiempo y luego de esa niñez mal compartida, ella comenzó a ser más fuerte. A ganarle terreno.
Él estaba cansado. Tantas veces había peleado con ella, pero era tan fuerte. Tan obstinada. Tan, ella.
Sí había logrado algo durante su infancia. No presentársela a sus amigos. Si bien es cierto que pocos amigos visitaban su casa, cuando habían ido alguna tarde, él consiguió que ella no estropeara el momento y supo hacerla pasar desapercibida.
Cuando comenzó su adolescencia las cosas empezaron a ponerse feas. Ella necesitaba tener protagonismo. Cuestionaba no tener un espacio propio. Lo forzaba a mantener charlas secretas para ver de qué manera podía ganarse un espacio a su lado. Él la miraba con temor, con tristeza, con rabia. No había logrado quererla. Sabía que tarde o temprano sería inevitable el enfrentamiento. No sabía quererla. No le habían enseñado a quererla.
Sus padres ya eran mayores, lo habían tenido a él de grandes. Así que no era posible dialogar de estos temas de adolescentes. Estaban cansados y nunca habían tenido ganas.
Las tormentas de la adolescencia fueron voraces con él, lo maltrataron. Peleaba dentro y fuera de su casa.
No cosechó grandes amigos. Sólo algún esporádico que necesitaba algo de él. Nada que rescatar.
Un día cualquiera, no lo recuerda exactamente, sus padres murieron. Nada trágico. De mayores. Y se quedó solo. En una casa que no quería, con ella. Ella siempre estaba. Lo había acompañado todo este tiempo. A su pesar. Irremediablemente. Siempre.
Y un domingo de mayo, soleado, fresco y limpio se decidió a limpiar su habitación, a tirar todo lo viejo, a empezar de nuevo, a pintar un mural sobre su cama.
Abrió el placard de madera desvencijado y fue tirando sobre la cama todo lo que encontraba, amontonando recuerdos y remeras viejas. Se agotó. Se sentó en el piso, con la espalda apoyada en borde de la cama. Y los vio. Como una llama, como un latigazo, como un recuerdo, como una evidencia. Los zapatos rojos de taco de su madre. Escondidos desde que él era un niño, después de esa tarde de vergüenzas que ella le hizo pasar.
Miró a su alrededor, cerciorándose de su soledad y con movimientos suaves los sacó. Estaban viejos. Pero le entraban. No era de pies grandes.
Y se los puso. Un poco con asco, otro poco con rabia.
La buscó a ella, corriendo con sus tacones. Limpiándose las lágrimas.
La encontró escondida. Asustada. Esperanzada.
Se miraron sin retorno. Se reconocieron. Él siempre la odiaría. No sabía quererla, nadie le había enseñado.
Tocó el espejo frío del baño y lloró hasta quedarse sin fuerzas.

Segundo Premio Certamen de Relatos Pehuajó - Junio 2016

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