El amor no brilla, calienta

Esa noche, después de un duro día de trabajo, un grupo reducido decidimos que no estaría mal salir un rato y despejar la cabeza de tantos números, problemas y temas abiertos.
Después de numerarnos, el grupo quedó en cuatro personas. Nos veríamos a las diez de la noche en un restaurante de Lima, de muy buena reputación. La Gloria en el barrio de Miraflores.
A las diez y unos minutos llegué, lista para la cena, ya estaban todos, habían elegido los mejores lugares de la mesa y me dejaron a mi un sitio mirando a la pared, dándole la espalda al restaurante.
Debo decir que el restaurante tenía muy bien ganada la reputación. Buena decoración, buena atención, y una carta excelente. De comida y de vinos.
Elegimos ceviche, pulpo a la brasa y luego cordero lechal crocante de segundo. Todo regado con un buen vino tinto argentino.
La cena transcurría sin más, las típicas anécdotas de gente desconocida sobre sus desconocidos amigos, agradable, pero intrascendente. 
Frente a mi, la pared, y colgado de la pared, un enorme y hermoso espejo con marco dorado presidía el restaurante, entre hermosos cuadros multicolores.
Cada tanto usaba el espejo como un salvoconducto de la charla y ojeaba las vida ajenas que reunidas en mesas charlaban animadamente, supongo que acerca de anécdotas comunes de amigos ausentes.
De pronto llamó mi atención un grupo, al final del espejo, de mujeres todas rubias, que reían y disfrutaban el momento. Parecían amigas. Tendrían todas, más de 45, algunas bastante más. Casi todas estaban, perceptiblemente, y siempre a través del espejo, digamos, mejoradas a la carta. Labios gruesos, ojos abiertos, pieles brillantes y tapados de piel.
Una de ellas, que entendí sería la invitada de honor, lucía una vincha con orejas de conejita play boy. Un accesorio un tanto desprovisto de imaginación y por qué no decirlo, no encajaba perfectamente con el resto de su yo, que se movía de un lado al otro, con sonrisas llenas de dientes y una copa de champán en la mano.
Volví a mi mesa, por algún motivo que desconozco estábamos hablando de Asturias y los árabes y un tal Pelayo. Bebí un sorbo de vino tinto malbec. Al dejar la copa mis ojos curiosos volvieron a mi ventana particular. Nada puedo decir de los árabes o el señor Pelayo, al que no tuve el gusto de conocer. El espejo estaba ahí, atento al mundo a mis espaldas, cómplice de mis ausencias y mi curiosidad.
Entonces, a la mesa de amigas rubias, que bebían cuando no reían, llegó él.
Caminaba despacio entre las mesas, ataviado con un traje marrón, corbata oscura al tono y camisa blanca. Caminaba despacio, pero seguro de su destino.
Se acercó a ella, a la conejita play boy. Ella se incorporó de su silla y haciendo un ademán de silencio a sus amigas, lo recibió con un beso en la boca. Habrá durado 2 segundos, a mi me parecieron minutos. 
Él extrajo del bolsillo de su chaqueta, no sin dificultad, una cajita pequeña, creo que era de terciopelo negro. Esa parte me la invento, porque el espejo no me dejaba sentir las texturas.
Supongo que si ella no hubiera tenido ya tan abiertos los ojos a causa de la cirugía, se hubiera sorprendido, hubiera levantado las cejas para luego entornarlas en un gesto de privada complicidad.
Abrió la caja y algo brilló desde el interior. Otro beso, aplausos, y risas llenas de dientes inundaron la mesa. A él le habían reservado un sitio en la cabecera junto a la conejita. Supongo que estaban esperándolo.
Yo interrumpí bruscamente la conversación de mi mesa y me quedé sin saber si Pelayo le había ganado a los árabes. Les hice prestar atención a la otra historia reciente que estaba pasando y de la cual nosotros sí eramos testigos. Abreviando les conté lo que había visto a través de mi espejo amigo, no quería parecer descortés con nuestra charla. Pero logré llamarles la atención.
Los cuatro comenzamos a debatir acerca de esa historia de amor. ¿era una historia de amor? ¿todavía se regalan promesas que brillan en cajas pequeñas? ¿y sus amigos? ¿dónde estaban? ¿ella lo querría de verdad?.
Siendo la única mujer de mi mesa, expuse todas mis dudas acerca de la veracidad de ese amor. De por qué me parecía a mi que él estaba enamorado y de por qué me parecía que ella no.
Sorprendida, mis 3 acompañantes, que todo hay que decirlo, estaban más interesados que yo en la historia, discrepaban de mi visión.
Ellos me dijeron ¿y qué más da que ella esté o no enamorada de él? él sabe que probablemente no, pero le da igual. Y entonces me dijeron, los 3, cosa que también me sorprendió y casi me dio un poquito de escalofrío. A nosotros nos gustaría ser como él. Tener una mujer así y vivir la vida sin que nada importe. Qué más da que ella esté enamorada o no de él. Él se lo podrá contar a sus amigos luego.
Tomé otro poco de vino, el camarero cuidaba que nunca me faltara, y entonces volví a comprobar lo diferentes que somos, hombres y mujeres, sin importar la edad.
Es que ella tendría unos 45 años, mejorados a fuerza de botox y bisturí, y él tendría unos 80 años, crudos y reales a través del espejo, tal vez tendría algunos más.
Yo estuve tentada de acercarme y decirle que no se deje engañar, que esa mujer no parecía quererlo, que las amigas reían, pero era por el champán, no de felicidad. Que esas orejitas se las quitaría mañana por la mañana y entonces se pondría uñas de gata. Yo quería decirle que buscara a sus amigos, que le dejara el sol brillando en el dedo anular, pero que se marchara ahora que había tiempo. Pero luego escuchando a los hombres de mi mesa, me di cuenta que de nada serviría.
Entonces pensé en acercarme a ella y decirle si no le daba vergüenza, aprovecharse de ese señor mayor, y de decirle al grupo de amigas que escondieran los dientes y dejaran de beber.
Pero no hice nada de eso. En cambio, bebí otro sorbo de vino, que me supo a disculpas ajenas.
¿Estarían enamorados? ¿puede ser?
Permítanme dudarlo.
Como siempre se dice, el amor es ciego y camina despacio.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Cartas